La del sábado 16 de Junio fue una de las noches más frías de este invierno, sin embargo, los montevideanos llenaron la Sala Zitarrosa atraídos por los shows de José González y Juana Molina. Ya hablé sobre el muchacho en este blog, sólo resta decir que en vivo es aún más genuino y sorprendente. Me costó asociar la imagen despojada del flaquito tímido, perfil bajo, casi mudo, risueño y solito con su guitarra criolla; a la sonoridad multi-capa que se desprendía de esa estampa. No tuve el privilegio de presenciar un show de Nick Drake, pero escuchando a este sueco hijo de argentinos sentí que debe haber sido algo parecido. ¿No es poco, no? Hay más, viéndolo en vivo supe que ya no necesita ser heredero de nadie para seguir abriéndose camino solito, con su guitarra. Una cosa es escuchar un disco totalmente acústico en el que hay cosas que parecieran estar hechas por máquinas y otra, es verlo en vivo. De ahí mi sinapsis interrumpida entre lo que veía y lo que escuchaba. ¿Cómo de algo tan austero y simple se desprende algo tan rico y complejo? Pues sí y en eso radica gran parte del encanto mántrico de José González que, con sus guitarras loopeadas artesanalmente y en tiempo real, está de vuelta de la electrónica. En fin, hasta aquí el capítulo de, como dijo la mismísima Molina al tomar la posta del escenario: “Josesito ¿Qué cosa este muchacho, no? Bah, no sé a ustedes, pero a mi me vuela la cabeza”. A ver si me explico, después de un espectáculo semejante hay que remar con la incertidumbre e ingeniárselas para encontrar un plan que esté a la altura de la noche, para que no decaiga abruptamente, un plan que deje rumiar la belleza que acabamos de disfrutar.
Entonces, es hora de pasar a lo que de verdad quería hablar. Ese rincón de Montevideo que beatificaremos cuando este presente sea historia, ese templo que atrae fieles demagógicamente rindiéndole culto a la música, a la buena música, indefectiblemente (y no es cuestión de gustos lo que digo, sino de criterio) ¿Qué mejor lugar que ese para ir después de un show así?
Ese sábado llegamos a La Ronda alrededor de la medianoche y su capitán, Felipe Reyes, comandaba la nave como sólo él sabe hacerlo, surfando vinilos. Cuando Felipe está en la bandeja se nota apenas se pone un pie adentro, porque su presencia se recorta en el fondo del bar o porque la presencia de la música es apremiadora, nunca de fondo. Cinco años después todavía recuerdo perfectamente la primera vez que fui a La Ronda, aquella extraña sensación de estar escuchando música como en casa, con una persona que no sólo elegía muy bien los músicos, los discos y los temas sino que, además, subía antojadizamente el volumen, exactamente en el mismo lugar que yo lo subiría. Interviniendo la realidad, haciendo imposible la continuidad de cualquier charla, interrumpiendo cualquier escena o situación. Creo que Tom Waits con Downtown Train fue el climax de aquella primera vez.
Pero volviendo al sábado, la onda venía fiestera, Felipe estaba más hitero que de costumbre y tenía una bandita de adolescentes que le pedían acción pegaditos a la barra bailando. No está demás aclarar que las dimensiones del local en cuestión no supera los 25 m2, aproximadamente.
En eso estábamos, entre hits de U2, Madonna y no recuerdo muy bien qué más, cuando fue subiendo la fiebre de aquel sábado a la noche, muy naturalmente. De pronto, un tema en portugués que todo el mundo corea, es Alceu Valença con Anunciaçao, especialmente recordado por todos acá por haber sido la cortina musical de un programa de verano de mediados de los 80’s. La noche siguió transcurriendo, Felipe seguía comandando su nave desde el fondo de la barra, pispeando la reacción de los comensales y especialmente motivado por el trío de adolescentes que desde otro plano de la realidad se mostraba cada vez más afectado por su música.
De José González ya nos habíamos olvidado cuando sonaba I’m walking on sunshine, aquel éxito de mediados de los 80’s también, que un comercial de telefonía celular refrescó más de dos décadas después. La cosa fue así, no sé cuánta gente había en ese cubo oscuro y luminoso que le hace frente al viento del sur del invierno montevideano (no quieran imaginarse lo que sucede en las primeras noches cálidas de primavera); no importa, parecíamos unos cuántos coreando ‘voy caminando por el sol’ cuando Cabrera, sí, el mismísimo Fernando Cabrera, desde algún vinilo paralelo, se apersonó en la velada a través de El tiempo está después, con un resultado similar a esto (traten de escucharlo): I’m walking on sunshine, uhooo... La calle Yupes.... I’m walking on sunshine... La calle Yupes.... y así. Felipe Reyes pinchó ambos discos, unos pocos parroquianos atentos lo percibimos espectantes. Así lo fue asomando hasta que lo largó, largó desde el comienzo hasta el final, sin interrupciones y a un volumen muy alto, El tiempo está después, de Fernando Cabrera. Sí. Y todos cantaron. Todos sorprendentemente cantaron, perfectamente, una a una las palabras de una canción sin palabras. No sé si me entienden, creo que no, creo que es imposible entenderlo si no se vivió. En una ciudad helada, casi desierta, donde el viento mostraba lo que era capaz de hacer sacudiendo las hojas de las palmeras y azotando el agua contra la rambla, ahí afuera, un grupo de gente cantando a viva voz “la primavera en aquel barrio/ se llama soledad/ se llama gritos de ternura/ pidiendo para entrar/ y en el apuro está lloviendo/ ya no se apretarán/ mis lágrimas en tus bolsillos/ cambiaste de sacón/ Un día nos encontraremos / en otro carnaval / Tendremos suerte si aprendemos / que no hay ningún rincón / que no hay ningún atracadero / que pueda disolver / en su escondite lo que fuimos / el tiempo está después”. Terminó la canción y ahora sí que me quedo sin palabras. Como todos los que estábamos ahí esa noche, no quedó otra más que aplaudir. Cerrar la boca y aplaudir. Creo que ni el mismísimo Felipe Reyes, capitán a bordo, encontró palabra. Elijo la fachada de su templo, con y sin su estampa para que este relato llegue a su fin.