“Hay flores en el mar/ Todos saben que en febrero crecen flores en el mar/ (…) En el borde de tu falda/ hoy te vienen a entregar/madre fuerza de las aguas/flores blancas en el mar/En el borde de tus barcas/una tenue claridad/y en los ojos de tus hijos/se te puede adivinar/Se van las barcas de Iemajá.”
*Rubén Olivera, “Flores en el mar”
Sábado 31 de enero, 11 AM
María José atiende el teléfono que suena insistentemente: “Llama Sagrada, buenos días”, dice la empleada y toma un block para anotar uno de los tantos pedidos que la santería de la calle Fernandez Crespo recibe en los días previos a la festividad de Iemanjá. En los pasillos del local una docena de clientes seleccionan souvenirs celestes y plateados que depositan en canastitas, otros cotejan un par de puñales, “¿Cuánto sale el perfume de Iemanjá?” -pregunta alguien, “35” -responde María José desde el otro del mostrador, donde junto a dos empleados más embalan mercadería para envíos mayoristas. En la puerta del local llaman la atención dos grandes barcas de madera en tamaño casi natural (de entre 2 y 3 metros), esperan a ser elegidas. “La más pequeña sale $1.100 y la más grande $ 2.500, son construidas y decoradas por un artesano, suelen ser compradas por todos los hijos que integran un templo, pero este año las ventas vienen más o menos y todavía no se han vendido”, aclara la empleada.
En la intersección de las calles Uruguay y Fernandez Crespo, un altoparlante anuncia el horario extendido de la santería Ogún Iemanjá, que permanecerá abierta sábado y domingo. En el interior del local, sentada en la caja, Margarita asegura que las ventas vienen siendo excepcionales, notablemente superiores a las del año pasado. “Mirá si te miento, no damos abasto” -dice, mientras muestra el cuaderno con una larga lista de las ventas hechas en lo que va del día. Por su parte, en la santería Colonial, Rita asegura que las ventas han disminuido notablemente. Mientras estima que los fieles de un templo pueden gastar entre $500 y $2000, lo que prefieren la mayoría de los clientes de su local son las barcas ($160 una de 1.20 m), los souvenirs (desde $10), las imágenes de yeso, las velas con forma de la diosa del mar ($25) y algunas particularidades como el maíz y la miel para preparar la mazamorra y las imágenes vestidas con atuendos alegóricos especialmente confeccionados a mano y por pedido ($880). A juzgar por la concurrencia de las santerías y más allá de las diferentes opiniones de sus empleados y propietarios, es evidente que la fiesta de Iemanjá es un evento comercialmente significativo.
Domingo 1 de febrero, 11 PM
La oscuridad de la playa Ramírez se va desvaneciendo con la luz de las primeras velas. Es una noche fresca sobre todo en la costa del río, sin embargo los primeros grupos de gente vestida de blanco se van instalando en la arena, haciendo huequitos en círculo para que el viento no apague la llama y depositando en el centro barcas de distintos tamaños, algunas de madera liviana, otras de espumaplast, con abundancia de ofrendas en su interior: flores, frutas, maquillaje, bijouterie, merengue, mazamorra con miel y velas que iluminan el interior de las naves.
Mientras el incesante sonido de la sineta (una pequeña campanilla de bronce) genera un hipnótico colchón sonoro, el toque final lo da el Pae del grupo, vaporizando un perfume dulzón sobre la vela de raso celeste de la barca y luego sobre las manos de sus hijos de su templo. La ofrenda está pronta, los fieles se ubican en ronda alrededor de la barca y entonan una canción, luego el Pae mira hacia la costa y enuncia en portugués sus pedidos y agradecimientos a Iemanjá. Los más jóvenes toman la barca y se dirigen río adentro, avanzando unos 200 metros mientras que los mayores aguardan en la orilla. Con el agua llegándoles a la cintura intentan depositar la barca en el agua, pero surge un imprevisto y se vuelca, hundiéndose en cuestión de segundos. Nadie se altera, la sineta no se detiene y la ceremonia parece continuar a pesar del accidente. Los encomendados a la frustra tarea emprenden la retirada, el contraste de los atuendos blancos en plena oscuridad ofrece un truco visual impactante: parecen cuerpos sin cabeza que se mueven como avanzando y retrocediendo al mismo tiempo. Al acercarse a la costa la ilusión óptica queda develada: los fieles caminan hacia atrás, sin darle la espalda al agua. A lo lejos, otras barcas tenuemente iluminadas continúan su ruta rumbo a las profundidades del reino de Iemanjá.
Lunes 2 de febrero 7 PM
Desde la Rambla Sur la postal de playa Ramírez ofrece un aspecto inusual, invadida por una muchedumbre que poco tiene que ver con lo que sucedía la noche anterior. Donde reinaba la tranquilidad de unas pocas ceremonias genuinas, ahora cunde el exceso y el eclecticismo de lo que parece ser el mainstream de la fiesta de la Diosa del mar.
Los olores, los colores, las ofrendas, los sonidos y los ritmos, los gestos y movimientos; todo va cobrando intensidad. La gente desborda los límites de la playa, llenando la plazoleta y la pista de patinaje vecinas, el monumento a Iemanjá ubicado sobre la vereda de enfrente, el Parque Rodó, la rambla, toda la zona parece un hormiguero a escala humana. Fieles, turistas y curiosos van de un lado a otro en busca del espectáculo más atractivo.
En la arena, contra el muro de la rambla, los terreiros o templos más consolidados instalan sus altares, con carpas improvisadas o prolijos gazebos, verdaderas proveedurías que incluyen frutas, dulces y golosinas, abundantes bebidas alcohólicas, tabaco y tortas decoradas para la ocasión que alcanzan dimensiones impactantes. Circundando el altar, una zona delimitada por cañas, velas o redes, marca el territorio donde los Paes o Maes de Santo y sus Hijos de Religión llevan a cabo los diferentes cultos y del que es conveniente mantenerse a una sana distancia. “Por favor, esfuércense en respetar los límites del perímetro porque los Orixás en tierra deben ser tratados con suma delicadeza”, aconseja el texto leído antes de la ceremonia de la Mae Myriam de Oxum, que participa de esta fiesta desde 1989, cuando llegó a Montevideo desde Santana do Livramento.
En otro de los templos improvisados, los presentes forman fila esperando el momento de ingresar a la zona circunscripta y recibir la bendición o la descarga. El Pae da la orden y uno de sus colaboradores va dosificando la entrada de los interesados. Una mujer madura ocupa uno de los primeros lugares de la fila, evidentemente conmocionada por el momento, se saca sus coquetos zuecos plateados y deja su bolso de vinílico y su caniche toy -ambos de un blanco inmaculado- al cuidado de alguien que la precede. Llega su turno, ingresa, mientras recibe distintos tipos de sanación (algunos le pasan armas cortantes por los límites del cuerpo, otros lo frotan con sobrefaldas de su vestimenta o lo recorren con un movimiento de manos que pareciera ir arrancándole cosas), afuera del perímetro su caniche toy no le quita los ojos de encima, pega saltos tirando de la correa y con la lengua afuera llora desconsolado.
Alrededor de las 21, el juego de luces entre el atardecer, las cientos de velas que titilan en la arena y en el agua y las siluetas recortadas de las miles de personas que ocupan la playa; ofrecen un espectáculo que cautiva la mirada.
Alrededor de las 23 la fiesta parece alcanzar su clímax, las divinidades (orixás, caboclos o pretos velhos) han sido invocadas e incorporadas en los hijos de santo, ahora médiums, con evidentes signos de posesión. Veloces danzas giratorias, gritos y expresiones ininteligibles para los ajenos a la materia, manos endurecidas como garras, ojos cerrados o blancos, caras tapadas por espesas cabelleras, extrañas muecas en la cara, tabaco, alcohol y gente que habla con voces que claramente no son las suyas; constituyen las principales causas de atracción para algunos y de temor para otros.
En el horizonte asoman los primeros relámpagos anunciando la tormenta que no tardará en llegar, señalando que ya es hora de retirarse y, al menos para algunos, una de las fiestas más populares de Montevideo ha llegado a su fin.
*Nota publicada en La Diaria del 4 de febrero de 2009.