jueves, 31 de mayo de 2007

Lisandro Aristimuño

Viento del Sur

La austeridad del paisaje patagónico y la sordidez de una ciudad como Buenos Aires, conviven en el alma de las canciones de Lisandro Aristimuño. “Tierra mía, en el camino de tus montañas encontró mi corazón estas palabras, como una música recóndita, amparada en la fuerza cósmica de tu silencio”, decía Atahualpa Yupanqui, inspirado en el Cerro Colorado, ese rincón de la provincia argentina de Córdoba que fue su lugar en el mundo. Con las canciones de Lisandro Aristimuño sucede algo similar, remiten a su origen, se nutren del contexto, no serían las mismas sin los paisajes bucólicos y la sórdida presencia del viento de la Patagonia -su lugar de nacimiento- o sin el vértigo citadino de la capital porteña, su lugar por adopción
Pócima de aires folklóricos conviviendo con sutiles vetas electrónicas, así es la impronta del cantautor argentino mimado por el público y la prensa de su país, que llegó por primera vez a Montevideo en el marco de un concierto compartido por los músicos Kevin Johansen y Paulinho Moska. Como invitado, Aristimuño sembró un puñado de canciones que dejaron expectantes los oídos de las casi 5 mil personas que agotaron las dos funciones del Plaza en Septiembre y abonaron el terreno para su presentación formal, el 23 de Noviembre en Central.
En su blog (azulesturquesas.blogspot.com.) un comentario anónimo traduce y resume ese estado de cosas: “agradable sorpresa esperando a Kevin y Paulinho, tenés al público uruguayo expectante, ¡volvé!”.


COSECHARÁS TU SIEMBRA

Con la distancia necesaria para redimensionar las cosas que fueron cotidianas y ya no lo son, Lisandro Aristimuño llegó a la capital porteña desde Viedma
-mil kilómetros al sur, en la Provincia de Río Negro- en pleno cacerolazo. Con el contraste entre el paisaje del punto de partida y el de llegada, toda la Patagonia se le vino encima y quince días después tenía compuestos y grabados todos los temas de Azules Turquesas (Los Años Luz, 2004), su primer disco. “Haber vivido durante muchos años en un lugar y no haber percibido muchas cosas por tenerlas cerca fue una gran inspiración, tenía todo eso en mi sangre y hasta que no estuve tapado de edificios y de gente no me di cuenta, se me hizo como una montaña con todo eso, se me vino el viento del sur y empecé a componer”, dice Aristimuño, que en ese contexto hostil del corralito y los cartoneros, salió con su demo en la mochila a golpear las puertas de los sellos discográficos.
Azules Turquesas es una cajita llena de paisajes, olores y rumores de la Patagonia, fabricada en plena selva porteña. El disco trepó desde el anonimato y alcanzó vertiginosamente un lugar entre los mejores del año, según las encuestas de las revistas Rolling Stone e Inrrokuptibles, y de los principales diarios bonaerenses. Su nombre pasó de boca en boca. “Todos hablan de Lisandro Aristimuño”, dijo la prensa y las comparaciones con artistas como Jorge Drexler, no faltaron. “Comparar es algo muy mediático, de periodista, pero cuando salió Azules Turquesas me regalaron Frontera (Jorge Drexler, EMI Odeón 1999) y lo escuché muy parecido, me entusiasmó saber que había alguien que estaba en el mismo camino que yo, usamos las mismas herramientas, tenemos la voz al frente en la mezcla, hay canciones de él que siento que podrían haber sido mías como 730 días y algunas mías que podrían haber sido de él, como Hoy me hace falta verte bien; pero no creo que sigamos en la misma búsqueda”, aclara Lisandro.
Con la expectativa de desarrollar una carrera musical, Aristimuño atravesó un fragoso periodo de adaptación a la gran ciudad, que incluyó fobias y ataques de pánico, colchón emocional sobre el que parió su segundo disco, Ese asunto de la ventana (Los Años Luz, 2005). El álbum duplicó las apuestas de su antecesor y abrió el camino para que la historia del pibe del sur que tocaba para unos pocos en los boliches del barrio de Palermo, le diera paso a la del músico que se ganó una parcela entre los más respetados de la música actual de la vecina orilla.
“Le tocó elegir entre dos caminos: hacerse amigo del éxito en una celebración ególatra o continuar tejiendo su universo artesanal como si nada hubiese pasado”, dijo Ignacio Bouquet en Rolling Stone, coronando con cuatro estrellas el segundo disco de Lisandro. Ese asunto de la ventana conservó la esencia del universo Aristimuño
que se vio notablemente enriquecido por su evolución como compositor, intérprete y productor artístico de sus canciones. La voz desgarrada o excesivamente afectada de algunos tramos de su primer trabajo, le dio paso a una más sutil y auténtica, “en mis primeros demos cantaba imitando a Gustavo Cerati, era una cosa muy adolescente, de fan, que formó parte del proceso de encontrar mi propia voz, todos hemos imitado a alguien alguna vez”, dice Aristimuño que en esa búsqueda dio a luz canciones que refrescan un amplio abanico de géneros.


LA CANCIÓN AL PODER

“Somos muchos los que estamos en la búsqueda de la canción”, asegura Lisandro
en el contexto de un show compartido con dos expertos en la materia, como el argentino Kevin Johansen y el carioca Paulinho Moska. La campaña de prensa del primer evento en concretar la inminente comunión entre algunos músicos de Brasil, Argentina y Uruguay, prometía “canciones con pasaporte para derribar cualquier frontera” y la consigna se cumplió al pié de la letra. Con sus baladas urbanas cargadas de vientos del sur, Aristimuño enriqueció el coktail bilingüe que Moska y Johansen ofrecieron en una afectuosísima velada, que se repitió en Buenos Aires y en Río de Janeiro.
“Estamos muy conectados con la canción como dueña de todo, no decidimos componer un reggae, es la canción la que lo pide, ése es el germen, el género viene después y somos unos cuántos los que estamos en esa búsqueda que me encanta”, dice Aristimuño, “me gustaría que mis discos fuesen distintos entre sí, la música tiene que tener ese juego de estar al borde y si sale una cumbia, hacerla, estoy terminando mi tercer disco y tiene más estilos y mezclas que ninguno”, agrega.
Mientras, una zamba drexlerieana o una tímida baguala, la conjugación perfecta entre la soledad patagónica y el habitar desnorteado de la capital porteña, hacen de la propuesta musical de Aristimuño un combo que se viene gestando desde el niño que escuchó a Harry Belafonte, los Beatles, folklore latinoamericano y la nueva trova Cubana; y el adolescente que se nutrió con cassettes de Charly García y Soda Stereo. De adulto, en su recorrido por la música de Brasil y Uruguay, Lisandro se define como un novato, “estoy esperando que alguien me guíe por la música brasilera, de la que sólo escuché algunas cosas de Caetano Veloso y Tribalistas, con Uruguay me pasa más o menos lo mismo, aunque me gustan mucho Fernando Cabrera y Martín Buscaglia , algunas cosas de Leo Maslíah, y soy un fanático enfermo del disco El Recital (Ayui, 2003) de El Príncipe”, dice Aristimuño que rescata de su mochila el flamante disco de Cabrera, Bardo (Ayuí 2006).
Por su parte, Kevin Johansen, al frente de los Desgenerados (en alusión a la ausencia de un género característico) o los Subtropicalistas (en referencia a la influencia del Movimiento Tropicalista que bajó desde Brasil a Argentina y Uruguay), fue contundente: “lo que se vio esta noche fue sólo la punta del iceberg, el inicio de algo que dará mayores frutos”, dijo el argentino en el Plaza.
Lisandro se muestra entusiasmado con la naciente reunión pero, reacio a las etiquetas, prefiere diluir el concepto de movimiento, para concentrarse en un momento histórico que facilita el encuentro. “Siempre existieron músicos contemporáneos haciendo cosas similares, pero nunca fue tan fácil escucharse mutuamente, Internet es la clave, este encuentro se está dando gracias a eso, los músicos siempre tenemos ganas de juntarnos”, opina.
La zamba y la chacarera, la baguala, la cumbia, el reggae, la milonga, reviven más allá de las banderas y las etiquetas, en manos de un grupo de artesanos de la canción que abre un nuevo frente de posibilidades a la hora de consumir música,y entre ellos tiene su lugar Lisandro Aristimuño. Poco importa si la industria cultural se relame ante este inminente nicho del mercado, como dicen ellos –los subtropicalistas, los templadistas, los de la estética del frío-, lo único que importa es la canción.
*Publicado en el suplemento Cultural del diario El País de Montevideo, el 13 de Abril de 2007.

Rubén Olivera



“La música es una construcción colectiva"

“Componer canciones es una cosa más entre otras, como componer hijos, alumnos,
no sólo en la canción me realizo, no podría dejar de criar a mis hijos para tener un disco más, por eso cuando me preguntan por mi carrera respondo que lo mío más que una carrera es un paseo musical. Soy de la generación que fundó el TUMP (Taller Uruguayo de Música Popular), que trabaja en Ayuí/ Tacuabé, en proyectos culturales con un criterio de construcción de identidad a largo plazo”, dice Rubén Olivera, enumerando ocupaciones con cierta hiperactividad teñida de una timidez que lo acompaña desde su niñez. “Era muy metido para adentro, muy observador, supongo que lo que me vinculó socialmente fue ser un buen jugador de fútbol y después la música”, cuenta Rubén, que habitaba las calles de La Unión como “uno de los integrantes menos malandros de una bandita poco malandro del barrio” define, aún con picardía en el gesto. De esa atmósfera lúdica, de esos rumores de una siesta de verano, parecen nacer las canciones y las historias con las que Rubén cuenta su vida, como si se tratase de otra composición.
A los 8 años los Reyes Magos llegaron con una guitarra y tres años más tarde, su profesora Lilian Gatto se las ingeniaba para que el niño Rubén rindiera su segundo examen con una composición propia. “¿Cómo va a tocar una pieza de él si tiene 10 años?”, indagaba el tribunal de evaluadores. De la banda de sonido de la infancia, Olivera rescata el bandoneón de su padre y la radio de su madre, “muchas veces los músicos recuerdan sus influencias conscientes, pero las inconscientes son las más fuertes y sutiles, esos paisajes sonoros no elegidos pero omnipresentes, se transforman en hechos de temperamento y personalidad que se vuelcan en las canciones”. Como dicta una leyenda que acompaña una estampita de San Jorge, en el librillo de Interiores (Ayuí, 1996): “Existen sentimientos, objetos, situaciones, que nos son comunes, pero que de tan cercanos se vuelven invisibles y aunque dicen mucho, permanecen en silencio”, ese combo es el semillero del que brotan las canciones de Rubén Olivera.
La adolescencia lo encontró entre carpetas con decenas de composiciones propias en plan de inocente imitador de autores de distintos géneros, como Aníbal Sampayo, Osiris Rodríguez Castillo, Atahualpa Yupanqui, Iracundos y también cosas más cercanas al rock y al pop. Con la misma naturalidad con la que fue tejiendo su repertorio, dio sus primeros recitales en el ‘71, en un contexto donde la política cobró especial protagonismo en su vida. “Con 16 años toqué en actos del Frente, pero no lo hacía profesionalmente, era más un militante que hacía música, que un músico militante”.
Rubén saltó de La Unión a Buenos Aires con 17 años por razones que, si bien no implicaron ni el exilio ni el requerimiento político, fueron una firme advertencia que tomó al pie de la letra, junto a su hermano, su cuñada y un sobrino de 6 meses.
En su aparente juventud y en la serenidad de sus palabras, cuesta acomodar la intensidad de la vida que describe, desde sus programas de televisión para TV Ciudad (Músicos en la ciudad y Cajón de música) , sus investigaciones y artículos periodísticos, sus talleres y alumnos de música y su programa de radio (Sonidos y Silencios, los lunes a las 11 por Emisora del Sur 1290 AM); a su actividad en Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos-Desaparecidos. “En Buenos Aires viví 6 años, trabajé en un bar, en una fábrica y vendiendo libros, así que siempre juntaba mis dineritos para seguir estudiando. Estas son cosas que antes no mencionaba en las entrevistas, pero retorné de Argentina en el ’78 porque mi hermano es uno de los desaparecidos uruguayos allá, así que también trato de dedicarle tiempo a mi trabajo en Familiares. ”
A un ritmo que habla más de sus necesidades como compositor que de las demandas de la industria discográfica, Rubén Olivera grabó 5 discos en 20 años, y pasaron 8 años desde una Tarde de Abril (Ayui, 1998) su último trabajo editado. Lejos de considerarlo negativo, para Olivera “sacar un disco porque llevo años sin hacerlo es invertir los términos, recién cuando uno considera que tiene algo decoroso para decir puede pensar en volcarlo a un disco”, dice con sabia dosis de humildad y genuino perfil bajo, asegurando que es una cuestión de temperamento, “pero también es algo conceptual, porque aún en países de mercados pequeños como el nuestro –lo que lo hace más patético- se genera narcisismo y una adicción a las luces”.
El recuerdo se abre paso una vez más en su gesto imperturbable y sereno, con el relato de una situación escolar en la que escuchó cómo dos maestras de 5º año, debatían sobre quién sería el flamante portador de la bandera de Artigas en el próximo acto. “Fulano es muy talentoso -decía una maestra-. Sí, pero Olivera es muy esforzado –le contestaba la otra ”, recuerda entre risas quien, desde aquel día, se considera parte del equipo de los esforzados.

MÚSICO DEL PELOTÓN

Es así como Olivera llega a la mejor definición de sí mismo y de su obra, reconociéndose como un músico del pelotón, donde la construcción de la música es algo colectivo y en la que un buen grano de arena, si posibilita o potencia la aparición de artistas que logran una síntesis masiva o de mayor alcance, tiene su valor. “Zitarrosa toma las guitarras de Amalia de la Vega, la imagen gardeliana, el melisma de la música andaluza que cantaba cuando era chico, la actitud corporal españolizada, chasqueando los dedos y mirando de costado, pero cantando milongas. El Sabalero dice que tomó la manera de frasear del bandoneón de Aníbal Troilo, son datos muy sutiles de cómo nos construimos, es una pelea muy interesante la de buscar esa esencialidad que tiene un Atahualpa Yupanqui, a la mayoría de los músicos nos cuesta encontrar eso que parece tan sencillo y fluye de manera tan convincente”, dice Rubén desde el pelotón,
donde augura con expectativas su próximo disco, sin perder el objetivo colectivo de avanzar en la construcción del lenguaje de la música popular uruguaya. “Tengo la esperanza de hacer canciones que sean más útiles, hay un círculo de energías que hay que buscar conectar, hacer las cosas por amor al arte, por amor a los demás y por amor a sí mismo.”
Tal es el estado de cosas en el presente de un músico que a paso lento pero firme, fue sembrando canciones que influenciaron a más de una generación de cantautores locales. Como era de esperar, a Rubén Olivera le cuesta ver sus granos de arena desperdigados en la obra de músicos como Daniel Drexler, que además de admirarlo, lo reconoce como influencia de sus canciones y del Templadismo, ese inminente encuentro entre músicos de Brasil, Argentina y Uruguay, unidos por criterios estéticos que no es difícil encontrar en las canciones de Olivera (*Ver Recuadro). Sin ir más lejos, Jorge Drexler incluyó Flores en el mar -un hermosísimo tema de Olivera sobre la ceremonia de Iemanjá- en Llueve (Virgin Records, 1997), el cuarto trabajo del músico uruguayo que ganó el Oscar. Simplemente fui parte del paisaje sonoro previo a su trabajo, es una actitud muy linda, desde ya que me halaga, pero me es difícil ver lo que di, se más bien lo que no di. Cuando doy un recital, acepto que me digan qué lindo, pero pido que me digan eso que dicen a la vuelta de la esquina, la búsqueda de esos rasgos de energía que completarían el arco iris de la propia comunicación es permanente”, dice el autor de Visitas, otra canción que brilla casi oculta en el cancionero del paisito, con merecidos rescates de Fernando Cabrera en algunas presentaciones en vivo. “Fernando influenció a muchísimo a músicos como Daniel y Jorge Drexler y sin embargo, al escucharlos no hay nada que se parezca exactamente a lo que él hace, se nota que está bien asimilado porque está, pero de una manera personal, es una linda forma de sacarle el jugo a los predecesores, la de no tomar lo anecdótico sino la esencia, algo parecido a lo que se dice de los hijos, que tienen los lunares y la manera de caminar de los padres, pero son otros.”


Walter Ferguson


Pinta tu aldea

Cuando Walter Ferguson recibió la propuesta de grabar su primer disco compacto, sintió que ya era tarde. Con 83 años, argumentó que no sabía cómo trasladarse
a la capital costarricense de San José, ubicada a 200 kilómetros de distancia de Cahuita, la aldea de pescadores de la provincia de Limón, donde vive desde su niñez. En verdad, a Ferguson nunca le interesó llevar su música a ninguna parte, mucho menos a un estudio de grabación porque, básicamente, no concibe sus canciones en un contexto que no sea el cotidiano.
En un universo de bananos, almendros, cacao, barcos piratas y leche de coco, creció como zurdo experto tirador de honda y constructor de balsas de madera con las que corría olas “a la antigua”. La música fue un elemento más de ese paraíso tropical donde aprendió a tocar la armónica, la guitarra y el clarinete, siendo un niño y de manera totalmente autodidacta. Con la misma naturalidad, un día terminó en “la pulpería del Turco” tarareando melodías que brotaban con tanta fluidez, que el dueño de casa no dudó en convertir ese acto espontáneo en un próspero atractivo para sus clientes.
Desde entonces, Ferguson no dejó de componer canciones, sin moverse más allá de Cahuita y sus alrededores, donde todos lo conocen y lo llaman Míster Gavitt. Así fue como el equipo de grabación de su primer disco no tuvo más opción que trasladarse al hotel donde el músico vive junto a su familia y tapizar las paredes de una habitación con colchones y alfombras, para aislar el hilo de su voz, del barullo de los perros y los loros que se colaba desde afuera.
Sorteando esos obstáculos, en 2002 se editó Babylon y, aunque Ferguson tiene todo para ser un producto de esos que David Byrne rescata del anonimato de remotos rincones del mundo; fue el sello costarricense Papaya Music el que se encargó del merecido primer registro digital de este oculto “Rey del Calipso”.
De la misma forma, dos años después se registró Dr. Bombodee (2004, Papaya Music) y, aunque los técnicos de grabación volvieron a trasladarse al hotel de Cahuita, esta vez se encontraron con un Ferguson que, gratamente sorprendido por la repercusión de su primer disco, sentía que nunca es tarde.
Apoyado en su guitarra y en una interpretación tan minimalista como conmovedora, Mr. Gavitt retrata la vida de los lugareños con una gracia trágica tan genuina, que provocó la admiración de sus colegas y generó una verdadera renovación del calipso costarricense.


AQUÍ ESTÁ SU DISCO

El calipso llegó a Costa Rica desde las Antillas, de la mano de inmigrantes afro descendientes, que lo usaban originalmente a manera de informativo clandestino, para transmitir los avatares de la esclavitud. Superando la mera noción de género musical, se estableció como una cultura regional que traduce y registra la realidad socio política a manera de sátira, en un dialecto derivado del inglés que mezcla expresiones en castellano, pero que es inaccesible para los extranjeros, sean anglo o hispano parlantes.
Como los trovadores, los cuenta cuentos, los poetas populares, los copleros o los payadores, el calipsonian siempre cuenta en sus canciones una historia que revisa la realidad del lugar, generando un basto archivo costumbrista que incluye necesariamente la alegría, como herramienta para sobrevivir al ancestral sometimiento de la raza negra.
Walter Ferguson nació moreno, de ojos azules, y a sus 88 años alimenta la leyenda
del último calipsonian. Atrás quedó el fulgor de los míticos duelos que Gavitt supo tener con célebres representantes del calipso durante los 60’s, payadas centroamericanas de las que no existe registro, como todo lo que Ferguson produjo en la plenitud de su anónima y popular carrera musical, sólo quedó grabado en la memoria de los que lo escucharon en vivo.
A mediados de los 70’s recibió un obsequio que marcaría su vida: uno de sus diez hijos le regaló un reproductor y grabador de casetes con el que empezó a registrar su obra. Desde entonces y hasta el presente, cada vez que un turista le pide un disco, responde con la pregunta: “¿Hasta cuándo se queda en Cahuita?”, y es que Gavitt, cada vez que alguien se quiere llevar sus canciones, se encierra a grabarlas, como si fuese la primera vez. Como si sus discos no existiesen, o como si el merecido reconocimiento internacional no lo habilitase a copiarse a sí mismo, sigue registrando bandas de sonido únicas e irrepetibles, que incluyen el rumor de los perros y los loros aislados en las grabaciones profesionales.
Todo parece indicar que estamos frente al último ejemplar de una especie en extinción, el último calipsonian, pero Ferguson no entiende nada de eso y se limita a asegurar que la música es un don que vive en él desde el primer minuto de su existencia. Desde esa certera calma ha comenzado a considerar su actividad musical como un posible medio de vida, pero nada ni nadie lo mueve de su aldea tropical.


DON CALIPSO

De la mano de Walter Ferguson, el calipso limonense superó las fronteras de su trinchera caribeña hacia una espontánea proyección internacional. Don Calipso no se da por aludido y no entiende, ni el número cada vez mayor de visitantes que golpean a su puerta con innumerables reverencias, ni los sucesivos premios y reconocimientos recibidos, ni los libros, documentales y cuadros que lo toman como protagonista, ni su canción musicalizando un comercial de Visa.
La inminente renovación que su trabajo significó para la música costarricense, lo ha hecho merecedor del Premio Nacional de Cultura Popular, entre otros. Las paredes de su casa se han llenado de placas de reconocimiento, el documental “El trovador de Cahuita” y el retrato de una pintora canadiense que un día golpeó a la puerta de su hotel, también lo han señalado como el protagonista de una historia que todos quieren contar. Cuando Françoise Kühn llegó desde Francia a Cahuita, conoció a Ferguson, cuando quiso saber más sobre el encantador personaje y se enteró que no había ningún material relacionado, decidió escribir un libro.
Así se editó en 2002 “Walter Ferguson: El rey del calipso”, una biografía que pretende dar a conocer diferentes aspectos del mítico y desconocido calipsonian costarricense. “Es uno de los compositores más importantes del país, pero es casi desconocido afuera de Cahuita, así que este libro lo presenta, como músico, hombre, padre y amigo”, dijo Kühn en la presentación del libro. Con entrevistas a Ferguson y a algunos amigos y conocidos, el trabajo refleja a un hombre muy humilde, agradable y de muy buen humor. La obra incluye una serie de fotos y
la válida recopilación de 70 letras de canciones que hasta entonces sólo permanecían guardadas en la memoria de Don Calipso.

La Estética del Frío


Uruguay, Brasil y Argentina: Un nuevo país musical

Las imágenes mostraban un camión de sonido que reunía a su alrededor miles de personas semidesnudas a bailar, cantar y sudar bajo el sol fuerte. Desde un estudio localizado en Río de Janeiro, el conductor del noticiero describía la escena con absoluta normalidad, como si fuese natural que aquello sucediera en junio, como si el hecho formase parte del día a día de todos los brasileros. Aunque yo estuviese semidesnudo y sudando por el calor, no me podía imaginar atrás de aquel camión como aquella gente, no me sentía motivado por el espíritu de aquella fiesta.”
Esa postal de carnaval brasileña fue la patada incial de La Estética del Frío, un libro en el que el músico y escritor Vítor Ramil expone sus reflexiones acerca de su propia creación artística y su contexto cultural y social. Oriundo de Pelotas, en el Estado de Río Grande do Sul, Ramil dice que “los riograndenses aparentan sentirse los más diferentes en un país hecho de diferencias” y encuentra en el clima templado el punto de partida que, a la vez que lo aleja de la cultura tropical de su país, lo acerca a la de Uruguay y Argentina, países con los que su Estado limita. Y es ahí donde La Estética del Frío, que comenzó siendo una conferencia de prensa que su autor expuso en Suiza y que luego también fue un libro y un disco; avanza además, hacia un inminente paradigma artístico o creativo que comparten músicos de Brasil, Uruguay y Argentina.
Que el mapa foklórico no coincide con el mapa político, lo dijo el musicólogo uruguayo Lauro Ayestarán a mediados del siglo pasado y, si bien el intercambio de la música de los tres países lleva tiempo desarrollándose, por primera vez en la historia, esa interacción comienza a darse en la instancia creativa, compartiendo un mismo marco teórico a la hora de componer.
“Puesto que la música no está en la tierra sino en el aire” -decía Ayestarán-, paralelamente a los planteos de Ramil desde Brasil en La Estética del Frío, el músico uruguayo Daniel Drexler agrupó conceptos similares bajo el nombre de Templadismo. “En una de las kilométricas charlas que tenemos con mi hermano Jorge, tiré la idea jugando con la palabra Tropicalismo, un movimiento muy importante para nosotros porque nos dio un marco conceptual a través del cual trabajar, dice Daniel
y asegura que “el Templadismo no se trata de un movimiento, sino más bien de un lugar donde los que se sientan identificados pueden encontrar ayuda para resolver algunos problemas de su búsqueda, donde las puertas están abiertas para el intercambio, como una fuente a la que quien quiere se acerca y bebe”.
Casi al mismo tiempo, el músico Kevin Johansen en Argentina inauguró el término Desgenerados para englobar conceptos similares a los de sus colegas de los países vecinos, “reconocer que la canción es un género en sí te da una libertad compositiva interminable, ser un desgenerado es ser lo que yo llamo un Subtropicalista, alguien que tiene una información muy variada y aprecia todo, hasta lo grasa, como una posibilidad estetica”, dice Johansen, a quien también la geografía le resulta determinante de la cultura, “desde Rio Grande Do Sul para abajo, somos más melancólicos, milongueros y tangueros”, asegura. Todo parece indicar que, al sur del Sur, se esta abriendo paso una inminente red de músicos que parten de un mismo marco conceptual para crear canciones que hablan de un contexto que empieza a reconocerse como similar, más allá de las fronteras.


LA ESTETICA DEL FRIO

Empezando por los tres siglos de luchas entre portugueses y españoles, el Estado de Río Grande do Sul tiene una larga historia bélica. Recién finalizada la guerra con Argentina por la posesión de la Provincia Cisplatina (hoy Uruguay), el estado brasileño protagonizó la revolución de los Farrapos, un conflicto separatista que lo convirtió en la República de Río Grande do Sul por una década desde 1835. Entre 1980 y 1990, ese espíritu de país aparte recuperó la pasión perdida y los riograndenses volvieron a cuestionarse fuertemente su identidad. En ese contexto, Vítor Ramil dejó Puerto Alegre rumbo a Río de Janeiro, más precisamente Copacabana, símbolo del verano brasilero, donde se instaló por cinco años. Allí fue que observó aquella postal brasileña del carnaval en el noticiero televisivo, que surtió efectos tan inmediatos como profundos en él: “por primera vez me sentía un extraño, un extranjero en mi propio territorio nacional (...) no necesitaba salir a la calle pregonando el separatismo: ya estaba, de hecho, separado de Brasil”, confiesa Vítor en su libro.
Fue precisamente su ser gaúcho (gaucho, gentilicio de los habitantes de Río Grande) lo que lo enfrentó a la primera idea de pertenencia y extranjerización a la vez. El mismo prototipo de gaucho que habita en Argentina y Uruguay, con su atuendo de ponchos y bombachas, su caballo y su chimarrão (mate) es el que habita exclusivamente en Brasil el Estado de Río Grande del Sur y, si bien en los países vecinos el gaucho no es un gentilicio, la cultura gauchesca es similar en los tres países, por lo que Ramil encontró en su figura un factor de identidad y separación simultáneos.
Las altas temperaturas, el sudor, la calle, el baile y la fiesta que se desprenden del cliché de Brasil tropical, denotan para Vítor una clara idea de brasilidad en la que el calor funciona como factor determinante.Y, por oposición, el frío se constituye como un elemento que iguala a todos los gaúchos en su diferencia. Es entonces cuando se pregunta “¿cuál es nuestra propia estética?” y, apoyándose en Jorge Luis Borges, responde que “el arte debe ser como un espejo que nos revela la propia cara y los riograndenses no fuimos capaces aún de engendrar una estética del frío que revele nuestra propia cara”.
La Estética del Frío constituye una genuina búsqueda de identidad en su sentido más amplio, pero específicamente en el proceso creativo, búsqueda a la que Ramil aún hoy se sigue enfrentando. “Un compositor de Río Grande del Sur que quisiese expresar su especificidad regional dentro del contexto nacional, parte, consciente o inconscientemente a un enfrentamiento con su estereotipo, terminando por evitarlo, criticarlo o someterse a él, casi siempre sin alcanzar su objetivo” dice, diferenciándose una vez más del común de los compositores brasileños, tan duchos en la tarea de crear y reconocerse en su creación. Lejos de depositar la culpa en esa identidad predominante, Ramil avanza un paso más y, ante la certeza de que la música de Río Grande, no sólo llega muy poco a los vecinos países (donde sí llega la música del resto de Brasil) sino que también su alcance es cuestionable al interior de Brasil,
se pregunta “¿de qué modo aquel que no sabe quién es va a convencer a otros respecto de sí mismo?”.
Mientras trataba de imaginar cómo sería una estética propia, divisó una imagen invernal de un cielo claro sobre una extensa y verde planicie sureña, donde un gaucho solitario abrigado por un poncho de lana, toma su mate, pensativo, con los ojos puestos en el horizonte. Aunque parezca, no se trató de una postal, “mi atención se dirigía a su atmósfera melancólica e introspectiva (...), la imagen me remitía al Sur extremo, al sur del Sur, ahí donde la pampa y el gaucho como mitos o como realidades, son comunes a Río Grande do Sul, Uruguay y Argentina” asevera Vítor Ramil, espantando los fantasmas del estereotipo y encontrándose con la pampa, protagonista innegable de su paisaje interior y del de los habitantes de los países vecinos, pero “¿qué música estaría hecha de la misma materia con la que estaba hecha aquella imagen?”, se peguntó Vítor.
Así se abre paso en esta historia la milonga, un elemento -otra vez- presente en Río Grande do Sul, Argentina y Uruguay, que brilla por su ausencia en el resto de Brasil. En su libro El folklore musical uruguayo, Lauro Ayestarán señala que la milonga “evade por el Norte la frontera uruguaya y adentrándose en el Sur de Brasil, oiremos decir en 1912 a Joao Cezimbra Jacques en su hermoso libro costumbrista Assumptos do Río grande do Sul estas definitivas palabras: Milonga, especie de música criolla, rioplatense, cantada al son de la guitarra (...)adoptada entre la gauchada riograndense de la frontera”.
Ramil, que compone milongas desde los 17 años, declara en su libro que “mientras que con otros géneros mi impulso era forzar sus límites para transformarlos, con la milonga el movimiento era en el sentido inverso, desde los límites hacia adentro, cada vez más mi tendencia era sutilizar sus características, como si estuviese atrás de una milonga de las milongas, de una milonga esencial”, concepciones que logró plasmar musicalmente primero en Ramilonga –A Estética do Frío- y luego en Tambong, su segundo y tercer disco, respectivamente.
Nada más alejado del carnaval que la milonga, nada menos extrovertido que aquel género que “el hombre canta para describir una situación espiritual, una situación de adentro, soledades que él va pintando a su manera”, en palabras del músico y escritor argentino Atahualpa Yupanqui. Finalmente la postal del gaucho empezó a emanar su propia banda de sonido, una música “interna, esencial, repetida, sin muchas modulaciones y cambios de timbres, las letras conectan el lenguaje de la ciudad y el del campo, lo coloquial y lo poético, en ellas, la mirada del poeta campesino y mi mirada urbana se confunden, muestran sus afinidades. En la milonga Vítor Ramil encontró “la expresión musical y poética del frío por excelencia” y de manera casi instantánea cedió su ceño y retomó el vínculo con una brasilidad que ya no lo excluía, porque era su propia brasilidad.


SUAVEMENTE ONDULADO

Más acá de la frontera, también consecuente con una historia que cuenta que hasta 1830 desde el departamento de Canelones hacia el Norte, en la campaña uruguaya se hablaba el idioma portugués casi tanto como el castellano; Daniel Drexler habla un lenguaje musical muy similar al de Vítor. “El Templadismo es una estética que se relaciona (como siempre sucede con el arte) con la geografía, con el lugar donde ese arte se origina, es una estética que viene por el lado del equilibrio, del no exceso, la no estridencia, que no plantea cosas demagógicas ni hace aseveraciones categóricas, usando la voz lo menos impostada y lo más natural posible.”
Parado en plena peni llanura levemente ondulada, afectado por un clima donde las temperaturas no son ni muy frías ni muy cálidas, Daniel tiende un puente entre el contexto y su arte, caracterizándolo, haciendo de esas formas leves y de esa tonalidad pastel una auténtica personalidad, una estética propia. Y por esas cosas que están en el aire, como la música, su paisaje se conectó con el de Vítor Ramil, “los uruguayos tenemos mucha ascendencia de Rio Grande, pero nos relacionamos con Brasil salteándonos esa región, la aparición de Vítor, en ese sentido, fue como encontrar el eslabón perdido, alguien que dice las mismas cosas que nosotros pero en portugués”, dice Drexler. Como provincia brasilera que fue entre 1824 y 1828, Uruguay guarda un pasado bilingüe que le da una manejo privilegiado y en simultáneo del portugués y del castellano, “nuestra capacidad de entender a Brasil y a su vez entender lo que pasa en Argentina, tiene una potencialidad muy grande, actuar concientemente en ese sentido influye en la integración de todos los aspectos, partiendo del cultural, la potencialidad que tiene ser bisagra entre esos dos mundos es infinita”, asegura el músico uruguayo.
Si bien a esta altura queda claro que no estamos hablando de un movimiento musical establecido sino más bien, de un movimiento de hecho, todo parece indicar que es hora de intentar vislumbrar a quiénes se le asoma la camiseta,
“intentar dar nombres sería como poner el carro delante de los bueyes, comparto estos conceptos con Fernando Cabrera, Ana Prada, Carlos Casacuberta, Jorge (Drexler), Vítor Ramil, Kevin Johansen”, dice Daniel, que encuentra en el Templadismo una especie de Norte creativo, un lugar donde pararse a decir lo que se tiene para decir.


UN NUEVO PAIS MUSICAL

Muchos paralelismos históricos se sincronizan en estas canciones sin bandera ni bando. La globalización de un mundo cada vez más informatizado ablanda las fronteras y hace polvo la distancia. Para Ramil, este encuentro es el resultado de los intereses artísticos y culturales de una generación que protagonizó durante la infancia y la adolescencia las dictaduras que devastaron simultáneamente a los tres países, “en esa época, movidos por el deseo de solidaridad, pasamos a escuchar más la música uruguaya y argentina en Brasil, principalmente la música de protesta” dice Ramil, que conoció en ese período la música de Merecedes Sosa, Alfredo Zitarrosa, Daniel Viglietti, Violeta Parra y Victor Jara, y esa latinidad se metió en su música.
A un lado de sus canciones desgeneradas, Kevin Johansen confiesa haberse emocionado por igual con los Redonditos de Ricota, Sumo o Soda Estéreo, así como con Caetano Veloso y Rita Lee, o Rada y Jaime Roos, “tuve la suerte de convivir un poco musicalmente con Jorge y Daniel Drexler, Paulinho Moska, Lisandro Aristimuño, León Gieco, Fernando Cabrera y el Zurdo Roizner (baterista de Vinicius de Moraes y Astor Piazolla) y la apertura es inevitable y la de Brasil para con nosotros es fundamental, significa que están menos aislados en su idioma porque han logrado una identidad muy fuerte y están más curiosos, señal, de que algo interesante está pasando más al Sur”.
La Estética del Frío o el Templadismo dan cuenta de un intercambio que dia a día se vuelve más intenso, Brasil, ese gigante que ha sido históricamente autosuficiente
elige retroalimentar su vasto territorio musical extendiéndose más allá de sus propios límites. Como si todo esto fuera poco, lo que se pone en juego además, con este punto musical tripartito es la existencia de “trazos que tornan semejantes trabajos distintos y distanciados de los tres países, su evolución está en curso y lo que sucedió hasta hoy ya es óptimo”, dice Ramil, que no sólo no duda de futuras colaboraciones, shows, discos o dvd’s sino que, además, las ve “inevitables e irresistibles”.

*Publicada en el suplemento Cultural del diaro El País de Montevideo
el 18 de Agosto de 2006.